12.12.13

Esta ciudad de mierda

Los vagones del metro transpiraban gente, es por eso que meterme a sus poros en Zapata era más difícil que meter un camello por un ojal. 

Entré y permití salir antes de entrar. Se abrió un minúsculo espacio donde mi situé como una jeringa que no encuentra buenas venas. 

De tras de mí, tres finísimos gañanes se turnaban para pellizcarme las nalgas. La derecha, luego la izquierda, si me trataba de quitar, sus dedos se atoraban cerca de mi culo y tenía que sacudir la cadera como un caballo que se espanta las moscas. Si me arrimaba hacia delante, le embarraba mis tetas al viejito de las gelatinas el cual no ponía resistencia pero tampoco se alegraba del todo, sólo se asfixiaba entre mis pechos como quien quiere desaparecer de esta ciudad de mierda.

Harta de esta obscenidad a bordo y sabiendo que me faltaban unas pocas estaciones para llegar a mi destino, me di la vuelta y los confronté con la mirada. Los tres se avergonzaron y agacharon los ojos. Yo esperaba que me invitaran un café, una birria o mínimo un toque después de tanta toqueteada. Cobardes, pensé. Regresé mi mirada al abismo del viejito de las gelatinas y bajé en Hidalgo decepcionada de la nula caballerosidad de mis compañeros de viaje.



Uno de este trío elegante reaccionó, bajó detrás de mí y aceleró el paso hasta alcanzarme. Salimos por los torniquetes. Me detuve junto a las escaleras antes de renacer del sistema público de transporte y tuvimos un momento de silencio compartido. Él no dijo nada. Sacó una franela húmeda y me ofreció inhalar de aquel trapo rojo descolorido por el thinner. Miré el trapo y con la mano le di cordialmente las gracias sin recibirle tal ofrenda. Saqué una bolsita ziploc de mi chamarra con guarumo y unas sabanitas “OCB-lowburning”. Comencé a ponchar un churrito en el aire, se cayeron algunas migajas verdes de la sábana. Y él, se colgó su franela en el cinturón y estiró su mano; la puso debajo de la elaboración de mi gallo. Pensé que quería algo de ganja así que le ofrecí sin decir palabra. Él emitió un sonido vocal diciendo “es para que no se te caiga, aquí te la cacho”. Me conmovió. Terminé de ponchar mi gallo. Le volví a ofrecer, no quiso. Me volvió a ofrecer franela, no quise. 

Nos estrechamos la mano y nos dijimos nuestros nombres, cosa que ya quedó olvidada. Le sonreí. Di media vuelta y antes de subir el primer peldaño, recibí el pellizco más cachondo de mi vida en la nalga. Supe que era él, pero no volteé. Preferí quedarme con la creencia de que aún queda gente amable en esta ciudad de mierda.

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