Los vagones del metro transpiraban gente, es por eso que
meterme a sus poros en Zapata era más difícil que meter un camello por un ojal.
Entré y permití salir antes de entrar. Se abrió un minúsculo espacio donde mi situé como una jeringa que no encuentra buenas venas.
Entré y permití salir antes de entrar. Se abrió un minúsculo espacio donde mi situé como una jeringa que no encuentra buenas venas.
De tras de mí, tres
finísimos gañanes se turnaban para pellizcarme las nalgas. La derecha, luego la
izquierda, si me trataba de quitar, sus dedos se atoraban cerca de mi culo y
tenía que sacudir la cadera como un caballo que se espanta las moscas. Si me
arrimaba hacia delante, le embarraba mis tetas al viejito de las gelatinas el
cual no ponía resistencia pero tampoco se alegraba del todo, sólo se asfixiaba
entre mis pechos como quien quiere desaparecer de esta ciudad de mierda.
Harta de esta obscenidad a bordo y sabiendo que me faltaban unas
pocas estaciones para llegar a mi destino, me di la vuelta y los confronté con
la mirada. Los tres se avergonzaron y agacharon los ojos. Yo esperaba que me invitaran
un café, una birria o mínimo un toque después de tanta toqueteada. Cobardes,
pensé. Regresé mi mirada al abismo del viejito de las gelatinas y bajé en
Hidalgo decepcionada de la nula caballerosidad de mis compañeros de viaje.
Uno de este trío elegante reaccionó, bajó detrás de
mí y aceleró el paso hasta alcanzarme. Salimos por los torniquetes. Me detuve
junto a las escaleras antes de renacer del sistema público de transporte y
tuvimos un momento de silencio compartido. Él no dijo nada. Sacó una franela
húmeda y me ofreció inhalar de aquel trapo rojo descolorido por el thinner. Miré
el trapo y con la mano le di cordialmente las gracias sin recibirle tal
ofrenda. Saqué una bolsita ziploc de mi chamarra con guarumo y unas sabanitas
“OCB-lowburning”. Comencé a ponchar un churrito en el aire, se cayeron algunas
migajas verdes de la sábana. Y él, se colgó su franela en el cinturón y estiró
su mano; la puso debajo de la elaboración de mi gallo. Pensé que quería algo de
ganja así que le ofrecí sin decir palabra. Él emitió un sonido vocal diciendo
“es para que no se te caiga, aquí te la cacho”. Me conmovió. Terminé de ponchar
mi gallo. Le volví a ofrecer, no quiso. Me volvió a ofrecer franela, no quise.
Nos estrechamos la mano y nos dijimos nuestros nombres, cosa que ya quedó
olvidada. Le sonreí. Di media vuelta y antes de subir el primer peldaño, recibí
el pellizco más cachondo de mi vida en la nalga. Supe que era él, pero no
volteé. Preferí quedarme con la creencia de que aún queda gente amable en esta
ciudad de mierda.
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